Un cambio de mirada lo cambia todo.

"Cuando cambiamos la manera en la que miramos las cosas, las cosas que miramos... cambian."
— Wayne Dyer

Cuando parecía que era el otro, y era yo.

Ana estaba convencida de que su hija adolescente era irrespetuosa. Cada vez que la joven le respondía con desgano o la desafiaba con sarcasmo, Ana se sentía herida y enojada. Leía esos gestos como falta de amor y gratitud. Durante meses, intentó cambiar la actitud de su hija con sermones, castigos y distancias emocionales, sin éxito.

Un día, en terapia, se le propuso una pregunta simple: "¿Y si no se tratara de falta de respeto, sino de necesidad de autonomía? ¿Y si lo que estás viendo como agresión es, en realidad, una búsqueda torpe de identidad?"
Algo cambió en Ana. No en su hija —aún—, sino en su mirada. Comenzó a observar con más neutralidad, a no reaccionar desde su herida, sino desde una conciencia más amplia. Y poco a poco, sin forzar nada, la relación empezó a suavizarse. Porque cuando cambió lo que veía, cambió lo que había.

He hablado de Ana, pero podría haber hablado de mi y -creo- que de alguna manera también de ti. Nuestra mirada lo cambia todo. Ahora bien, ¿podemos elegir cómo mirar?

La percepción no es pasiva: el cerebro predice la realidad

Lo que llamamos “ver” no es un acto neutral. El cerebro humano no es un simple receptor de información externa: es un generador constante de hipótesis sobre lo que está ocurriendo, que luego contrasta con los estímulos recibidos.

El neurocientífico Anil Seth lo explica con un ejemplo fascinante: en uno de sus experimentos, se proyecta la imagen de un cuerpo virtual al ritmo del latido cardíaco del propio sujeto. A los pocos minutos, muchas personas sienten ese cuerpo como propio. ¿Por qué? Porque el cerebro está integrando señales internas (el ritmo del corazón) con información visual, y genera la percepción de identidad corporal en función de esa coherencia predecible.

Lo que demuestra este y otros experimentos es que el cerebro construye la experiencia consciente a partir de inferencias, no de certezas. En otras palabras, no vemos la realidad tal cual es, sino una versión que nuestro cerebro calcula como la más probable.

Cuando miramos desde el pasado.

Cuando interpretamos una situación desde una emoción no resuelta —una vieja herida de rechazo, abandono o humillación—, el sistema límbico se activa: la amígdala toma el mando, y el córtex prefrontal, encargado del juicio consciente y flexible, queda en segundo plano. En ese estado, vemos al otro como amenaza, al error como ataque y al desacuerdo como peligro.

Ese tipo de percepción, teñida de miedo o dolor, es reactiva y defensiva. Es una distorsión nacida de la separación, de la herida. Desde allí, todo se percibe como amenaza, pérdida o injusticia. Esto es la trampa de la proyección. Vemos desde el cristal teñido del pasado, y hacemos inferencias o sacamos conclusiones erradas y limitantes, que no atienden a la realidad presente.

Esto es lo que ocurre en discusiones que se repiten, en conflictos laborales que parecen un déjà vu, o en relaciones donde siempre terminamos en el mismo punto. El patrón es interno, pero lo vemos fuera.

Imagina a un líder de equipo enfrentando un bajo rendimiento general. Desde la mirada automática, puede pensar: "Son vagos, no se comprometen, me están fallando." Desde ahí, proyectará exigencia, control o desaprobación. Pero si logra hacer pausa, respirar, y mirar con curiosidad presente, puede ver otras posibilidades: fatiga acumulada, falta de sentido, inseguridad, o incluso una desalineación de talentos. Lo que ve cambia porque él ha cambiado la forma de mirar.

La mirada consciente, una elección.

Ver desde el presente es otra cosa, es un acto profundamente revolucionario. Cuando entrenamos una mirada más neutral y amorosa, cambia todo el sistema operativo. La atención plena reduce la actividad de la red neuronal por defecto (DMN), y se activan redes asociadas a la conciencia corporal, la regulación emocional y la empatía.

En ese estado, la realidad ya no es una amenaza a controlar, sino un espacio a habitar. Lo que antes dolía, ahora se comprende. Lo que antes irritaba, ahora se reconoce como espejo. Ya no reaccionamos desde la herida, sino que respondemos desde el SER.

En “Un Curso de Milagros” se enseña que el único propósito real de la percepción es ofrecernos la posibilidad de elegir de nuevo. Y la verdadera elección no está entre dos situaciones externas, sino entre dos estados internos: miedo o amor.

La realidad siempre ha sido neutra. Podemos mirarla desde el miedo y proyectar un pasado que ya no es, o podemos escoger mirarla desde el amor. La primera opción viene programada por defecto y está asociada a un mecanismo de supervivencia. La segunda requiere consciencia del momento presente y un entrenamiento que anule el sesgo cognitivo.

Frankl y el milagro de la percepción

Victor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, escribió que “al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas, elegir su actitud ante cualquier tipo de circunstancia.”

En los campos de concentración, Frankl observó que algunos prisioneros mantenían la dignidad, la compasión e incluso la gratitud. No porque fueran inmunes al dolor, sino porque miraban desde un lugar distinto: desde el sentido. Desde el amor.

No se trata de idealizar la tragedia, sino de comprender que incluso en los contextos más duros, la manera en que miramos lo que vivimos cambia radicalmente lo que sentimos, decidimos y hacemos.

Esto encarna el mensaje esencial de “Un Curso de Milagros”: no estamos atrapados en el mundo que vemos; estamos atrapados en la forma en que lo vemos.

Cambiar la mirada es cambiar el mundo

Este principio no es teórico: tiene efectos tangibles. En la crianza, en los equipos, en las relaciones de pareja, en el vínculo con uno mismo. Nada cambia si no cambia la mirada. Pero cuando cambia la mirada, todo puede cambiar.

No se trata de negar la realidad, sino de volver al presente, al SER, y mirar desde ahí, donde la percepción deja de ser una trampa del ego y se convierte en una vía de transformación.

Porque el presente no tiene juicio, no tiene historia: solo tiene verdad. Y desde esa verdad, lo que vemos se transforma.

Cambiar la percepción no es negación, es transformación.

No se trata de pintar de rosa lo que duele. Significa hacernos responsables de nuestra mirada. Significa comprender que lo que vemos está íntimamente entrelazado con quiénes somos y con desde dónde miramos.

¿Cómo entrenar una mirada más libre?

  1. Reconocer la emoción antes que la interpretación
    Cuando algo te activa emocionalmente, pregúntate: ¿Qué estoy sintiendo? ¿Qué estoy viendo que me duele? Muchas veces lo que vemos es una película que proyecta nuestra historia.

  2. Practicar la neutralidad atenta
    Detenerse. Respirar. Observar sin juicio. A esto algunos lo llaman "testigo interno", otros "presencia". Es un espacio interno desde el cual no reaccionamos, sino que registramos.

  3. Nombrar sin etiquetar
    En lugar de decir “es un desastre”, decir: “esto no salió como esperaba”. En lugar de “no me respetan”, decir: “me siento no visto”. Cambiar las palabras cambia la realidad interna.

  4. Buscar otros significados posibles
    ¿Qué más podría significar esto que estoy viendo? Esta pregunta abre posibilidades y disuelve certezas que nos limitan.

También hay programas como los de Inteligencia Positiva que ayudan a entrenar esa otra mirada, y que nos enseñan las técnicas para implementar este cambio en nuestro día a día.

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